Shirley llegó con su madre. Su mirada estaba concentrada en
uno de los fluorescentes. No hablaba. Tenía 13 años y un embarazo de 25
semanas. La madre llorosa había venido suplicando que se le haga un aborto terapéutico.
La niña había sufrido un abuso sexual en el colegio y el único sospechoso ya
detenido era uno de los empleados de limpieza. Una jueza la había derivado al
hospital, Shirley había pasado semanas con náuseas y vómitos y cambios en su
cuerpo que no podía entender, ni tampoco la magnitud de un acto tan ruin como
haber sufrido una violación aprovechando su vulnerabilidad. Sabía que existía
una ley que amparaba el aborto terapéutico, pero el tiempo del embarazo era
mayor al permitido y no existía el protocolo actual, eran los primeros años del
siglo XXI. El Ministerio de Salud del Perú (MINSA) estaba capturado por conservadores que rezaban el Rosario
al mediodía y para quienes el embarazo y las relaciones sexuales en
adolescentes no existían o no lo querían ver. Tampoco conocían la magnitud del
abuso sexual, no como lo conocía yo. Shirley era autista. El mayor temor de su
madre era tener que criar a un bebé que le diera el mismo sacrificio que, según ella, tuvo
que pasar con Shirley. Varios medicamentos que seguía ingiriendo la delgada
niña, justificaban en su madre, el miedo a que el feto que yacía en sus
entrañas iba a resultar con severas malformaciones o un trastorno similar al de
su hija. ¿Qué trabajo tan difícil debe haber sido para la jueza en cuestión
consolar a esta mujer de que lo único que podía hacer era tomar cuenta del
agresor? Que la justicia ya no le podía devolver a su hija al tiempo pasado. Y
que difícil para un ginecólogo sin formación en el tema es afrontar la delicada
situación. Pensaba mientras reflexionaba cual sería mi papel en este caso.
Shirley no me miraba, no había mucho que preguntar. Las ecografías que traían
mostraban un bebé con morfología normal, sin ningún daño visible, para
tranquilidad de su abuela. Shirley aceptó después de pacientes y lentas
palabras subir a la camilla y dejó que mis manos palparan la situación del
pequeño ser que ya movía su cuerpecito, reclamando ser considerado parte de la
familia. Escuché los latidos y le di la noticia a la abuela. - El bebé está
bien. Deberá traerla mensualmente a un control. Le haremos unos análisis y le
indicaremos un suplemento vitamínico. Como viene de la Fiscalía, por convenio
todo es gratuito. Y la verdad es que el bebé está muy grande para practicar un
aborto terapéutico. La
señora me reclamó una vez más, y luego aceptó la realidad. Yo estaba conmovido.
Pero era imposible optar por otro camino. Al mes siguiente, Shirley trajo sus análisis
y todo estaba bien. Y aunque no la iba a revisar, insistió en volver a la
camilla para una nueva auscultación, y así se portó las siguientes veces que
vino a controlarse, siendo yo la única persona con quien se dejaba examinar, lo
cual me pareció muy simpático. Llegaba el tiempo final de esta hermosa relación
médico paciente. Se acercaba el día del parto. ¿Shirley permitiría que otro
médico le atendiera? Mi estrés en aquel momento era pensar como sufriría esa
delicada criatura al tener a un extraño ser o a enfrentar un episodio nuevo y traumático
en su vida. Por eso convoqué a una junta médica para que me dejen atender una cesárea
electiva en mi hospital, que años atrás había prohibido la obstetricia y su
ejercicio. Mis argumentos solo fueron entendidos por la psiquiatra y la junta
recomendó transferir a Shirley a la Maternidad de Lima. Sentí la pérdida de mi
paciente como seguramente ella sintió la pérdida de su médico. Shirley fue operada
en la Maternidad y la madre vino un día antes para pedirme una interconsulta
conjunta con el psiquiatra, para autorizar la ligadura de trompas de Shirley,
que la jueza ya había autorizado y después de un mes, trajo a un bebé sano y
robusto y Shirley ya repuesta de la cirugía volvió a echarse en su camilla
favorita y yo palpando su pequeño vientre involucionado, me despedí de la
paciente autista que nunca olvidaré.